29 de mayo de 2006

El día D

Después de una semana difícill, de mil presiones acumuladas el sábado por la noche estallé de golpe. Me pasa a veces cuando las decepciones me superan, cuando me siento un bicho demasiado raro incapaz de encajar en ningún sitio o cuando todo me lleva a pensar que la suerte no ha sido justa conmigo y parece que tampoco eso va a cambiar con el tiempo por mucho empeño y por muchas ganas que le ponga a la vida y a tomar el toro por los cuernos. Soy una pequeña olla a presión acostumbrado a tragar con todo pero que de vez en cuando no puede más. Supongo que porque soy bastante estoico, acostumbrado a soportar los avatares de la vida sin quejarme demasiado, que no me gusta preocupar a los demás con problemas que son sólo míos, que no quiero dar lástima, que no me gusta ir de víctima por el mundo porque no me gusta importunar ni obligar a la gente a que haga algo que no quiere y le supone alguna molestia. Así que voy por ahí siempre sonriente, siempre dispuesto, siempre feliz aunque la fama de borde también me persigue en un dualismo que me he ganado a pulso. Soy un bufón en definitiva, ese es mi papel en este mundo, el que yo elegí, el que mejor se me da, el único que me sirve para destacar, para sentirme alguien en este planeta. Muchos que me conocen desde hace tiempo se han sorprendido al leer mi blog, ese no es el Dani que yo conozco habrán dicho al notar cierta melancolía y tristeza que supongo no consideraban propia de mi y no encontrar en ninguno de los comentarios al chico divertido con el que suelen quedar. No sé si esperaban reírse cuando entraron en estas páginas, la realidad es que dejo de lado ese papel cuando me pongo a escribir, que no me sale mi lado gracioso sino el más profundo y desolador. Que le voy a hacer. Por eso resulta tan extraño y llama tanto la atención cuando estoy triste, cuando no asumo el rol que yo mismo me he adjudicado y que todos esperan de mí. Y el jueves cuando quedé con mis compañeros del antiguo trabajo, obligado en parte porque sentía que tenía que ir a despedirme de una de ellas que dejaba Madrid para marcharse a vivir al extranjero tuve que hacer un verdadero esfuerzo por ser gracioso aunque sé que al principio no resulté especialmente convincente. Y es que incluso cuando hacía la pregunta de cortesía ¿qué tal estás? notaban en la respuesta, en ese "bien" que todos soltamos mecánicamente y sin reflexionar siquiera que resultaba forzado, que sonaba poco convincente y me lo dijeron. Acabé animándome, no me quedaba otra, aunque no fue ni de lejos una de mis mejores actuaciones. Supongo que me fue mejor en el cumpleaños del sábado, que estaba más concienciado de que tenía que ser el tipo divertido de siempre y es que además en este caso el alcohol ayudó bastante. Pero ha sido esta una semana de demasiadas presiones y creo en definitiva que me hubiera venido mejor quedarme en casa y no tener que soportar una vida social tan intensa. Incluso que algunas confesiones llegaron a destiempo, demasiado tarde como tantas cosas en la vida y en un momento muy poco propicio. Cuando me marché de la fiesta lo hice hastiado, agotado de todos y de mi mismo. Como siempre en estos casos después de la crisis intento recomponerme, coger fuerza para darle un nuevo empuje a mi vida así que me levanté dispuesto a mirar la vida con otros ojos y a dedicarme un día entero a mí mismo, el día D del título, el de la inicial de mi nombre, sin presiones, sin roles que asumir, yo sólo en la ciudad, sin ningún plan prederminado y con mil opciones en la cabeza. Quería disfrutar como un turista más de Madrid, perderme solo en sus calles como en otras ocasiones hiciera en Viena, Copenhague o París así que ni siquiera encendí el móvil para no sentir que nadie me importunaba y rompía la burbuja de aislamiento exterior. Lo llevé conmigo aún así, asustado de la posibilidad de sentir que de repente lo necesitaba, que echaba en falta escuchar la voz de alguien cercano. Fue un día completo. Salí a correr por el parque, me perdí en los puestos del Rastro, leí el periódico mientras disfrutaba de una cerveza en la cafetería del museo Thyssen, me tomé un café sentado en uno de los sofás del Starbucks del centro y visité la colección de Carmen Cervera del Thyssen que no había visto. Durante 9 horas estuve solo, incluso en la hora de la comida, como hace Carrie en uno de los capítulos de "Sexo en Nueva York", uno de los que más me gustan, cuando consciente de que su soledad no tiene porque ser una mera etapa de transición en su vida sino que puede convertirse en algo más permanente y duradero asume con valentía el tener que ir sola a un restaurante de Manhattan y decirle al camarero que no espera a nadie para que le retire la silla y los cubiertos de la mesa de ese acompañante que nunca llegará. Porque está sola pero que no por eso va a dejar de hacer aquello que le gusta como disfrutar de un día soleado comiendo en una de las terrazas del Soho o del West End, sola pero no infeliz. Fue un buen día, justo lo que necesitaba para olvidar una semana complicada y empezar esta con buen pié y sólo lamento haber preocupado a alguien que me buscaba, que me llamó insistentemente toda esa mañana y esa tarde tratando de localizarme. Lo siento, no te merecías la preocupación. Contigo precisamente sentí que era yo mismo, sin ninguna máscara y sin artificios. Contigo pasé una bonita velada la noche del miércoles, contigo me relajé y me dejé llevar olvidándome de todo. Gracias de nuevo

28 de mayo de 2006

Donde el corazón me lleve

Pasión Así la define la Real Academia de la Lengua Española: 1. Perturbación o afecto desordenado del ánimo. 2. Inclinación o preferencia muy vivas de alguien a otra persona. 3. Apetito o afición vehemente a algo. Un elemento muy propio de nuestra cultura, la española, de raíces mediterráneas y latinas, creativa, bulliciosa y vibrante. Yo también formo parte de ella y recojo en cierta manera parte de sus valores aunque muchas veces parezca un frío habitante del norte de Europa, tan poco dado a la expresión de mis sentimientos, tan inequívocamente distante en ocasiones, tan ordenado y perfeccionista en el trabajo y en otras facetas de mi vida (he de reconocer que en otras soy un poco desastre). Y es que me cuesta ser más espontáneo porque en definitiva me he criado en las húmedas tierras gallegas y porque mi padre me ha educado en la sobria cultura castellana de Tierra de Campos y eso marca demasiado. Además la vida nos fuerza a reprimir nuestros sentimientos, especialmente a los chicos ya en la adolescencia cuando uno no deja de ser un proyecto de hombre que reafirma su virilidad yendo de duro por la vida y aunque intento que todo eso no pese en mi carácter ahí sigue, soterrado pero aún tremendamente presente. Sin embargo en el amor soy tremendamente visceral, lo reconozco, y me cuesta controlarme cuando me ilusiono, cuando veo que algo marcha, que se despierta en mí la llama del deseo y que lo que siento va más allá de lo puramente físico y sexual. Si me dan cancha, si me siguen puede ser todavía peor. Y es que aunque a veces me asusta me da la sensación de que por amor estaría dispuesto a cualquier cosa, que aunque parezca un tipo con cierto control soy capaz de soltarme la coleta cuando los sentimientos me embriagan. Aún recuerdo, creo que fue en el 2003, como mi imaginación hacía planes para irme a vivir a Buenos Aires detrás de un sueño. No sé si llegaría a tomar la determinación si las cosas no se hubiesen torcido ya en España pero disfrutaba imaginando viviendo en su casa porteña en la peor época del corralito, una de las peores crisis que ha azotado a Argentina. Mientras tantos argentinos huían a España en busca de un futuro mejor en mis sueños yo hacía el camino a la inversa para vivir en una nube de algodón, en la que me sentía cuando estaba a su lado. No sabía qué iba a hacer en un país en crisis pero ¿es que acaso eso importa cuando eso me permitiría estar a su lado a toda costa? También es verdad que al final la razón suele imponerse, que por mucho que lloré en el aeropuerto de Cali y por mucho que me costara coger un avión que me devolvería a Madrid sabiendo que detrás dejaba una relación que había sido y sigue siéndolo aún ahora una de las mejores cosas que me han pasado en la vida nunca me planteé quedarme en un país con tantos problemas y dificultades porque aquello me parecía una tremenda locura. Y es que en definitiva, si no había esa pasión al principio sabía que algo iba mal, que realmente no había los cimientos necesarios para construir nada en serio asÍ que ya me encargaba yo de cortar, de hacer ver que aquello no iba por buen puerto. En ocasiones me engañaba a mi mismo, no había tal pasión sino la ilusión de compartir algo con alguien interesante así me dejaba llevar para al final darme cuenta de que todo era un error, que en realidad no sentía ese algo que necesitas para poder construir algo de futuro. Todo acaba por salir a flote y es que si de algo soy incapaz es de fingir unos sentimientos que no tengo y que aunque puede que pocas mis muestras de cariño son sinceras. Cansado sin embargo de ilusionarme y de decepcionarme una y otra vez, escéptico en el amor y en tantas otras cosas en la vida, empecé algo sin muchas esperanzas, sin apenas ilusión pero con un pensamiento claro: ¿de qué vale todo eso, de qué vale hacer caso al corazón si siempre me ha llevado por sendas equivocadas, por caminos tortuosos y hacía un mismo final, el de mi eterno amigo el sufrimiento? Si la razón te dice que podría funcionar, que sois compatibles, que es un tipo interesante, divertido y de fiar, que te sientes bien a su lado ¿qué importa que no sientas nada especial a su lado, que no despierte en ti las ganas y la necesidad de volver a verle cuanto antes mejor? Y me lancé, me dejé llevar y no fue hasta la semana pasada que me di cuenta de que en realidad aunque se equivoque y elija el peor momento, el peor lugar e incluso se fije en la peor persona el corazón es el único termómetro de las relaciones humanas, al menos de las relaciones de amistad y de pareja y que si no está al rojo vivo, que si el mercurio no está a punto de estallar en la varilla de vidrio cuando le ves aparecer, que si no te tiemblan las piernas y se te revuelve el estómago cuando estás a su lado no hay nada que hacer y entonces sólo estás perdiendo el tiempo, engañándote a ti mismo y a los demás y creo que ya no tenemos edad para andar tonteando sin sentido

22 de mayo de 2006

Le plat pays

Hace una semana recorría las calles de tu capital, más de un año y medio después de la última vez, recordando los viejos tiempos de un año, el 2000, que guardo en mi memoria con cierta nostalgia y es que todavía sigue siendo uno de los mejores de mi vida. Muchas cosas han cambiado desde entonces aunque nunca como esta vez me ha costado tanto volver a Madrid. Ni siquiera cuando regresaba definitivamente a España después de mi experiencia Erasmus con la conciencia de que tardaría en volver a pisar los mismos lugares que me fueron tan familiares una vez me costó tanto tomar el avión que me devolvería a mi casa. Supongo que entonces pesaban más las ganas de volver a ver a mi gente después de varios meses y de alejarme de una ciudad que se vaciaba poco a poco a medida que el verano se acercaba. Y es que no hay nada más triste que cerrar una casa que habían ido abandonando poco a poco los que antes fueron parte indispensable de su rutina diaria. Supongo que en parte fue la complicidad recuperada entre Marie y yo después de tanto tiempo sin vernos, de tantos acontecimientos de los que apenas habíamos hablado, sentir que volvíamos a ser los amigos que fuimos un día y que había recuperado la confianza y la intimidad que el tiempo y la distancia se encargaron de romper. En parte también porque necesitaba volver a divertirme como lo hice la noche del domingo, una noche loca e intensa en la que me reí como hace tiempo no hacía y sentir que alguien me colmaba de atenciones, que alguien volvía a preocuparse por mi como nadie lo había hecho en los últimos meses, unos meses en los que me había sentido irremediablemente solo y de eso me di cuenta en este viaje. Me costó volver, coger el tren hasta al aeropuerto y retornar a la rutina de Madrid, en parte porque me parecía que nada ni nadie realmente importante me esperaba. Sé que no es verdad, que si me hubiese quedado el espejismo de esos tres días, de mi presencia permanente en la ciudad hubiese suavizado las cosas y que hubiese empezado a echar de menos a tanta gente indispensable que forman parte de mi vida diaria en Madrid. Ayer sin embargo me di cuenta de que en cierto modo Madrid volvía a darme la espalda. La escena me resultaba familiar, de nuevo un restaurante cualquiera, una mesa de dos, dos personas frente a frente mirándose a los ojos y una conversación dura, un tenemos que hablar seriamente al que la experiencia me ha hecho temer sin remedio. Había hecho un esfuerzo por ilusionarme aunque los comienzos fueron algo ambiguos, extraños en alguien acostumbrado a algo más apasionado y visceral. La poca ilusión que había conseguido alcanzar en el último mes con cierto esfuerzo, empeñado en que valía la pena intentarlo y que tenía que echarle coraje a la vida y arriesgar, se evaporó de pronto al saber que la falta de ilusión era compartida, que ninguno de los dos sentía que esto iba por el camino esperado. Podríamos seguir así toda la vida, viéndonos una vez por semana aunque lo nuestro salvo por dos besos esporádicos se asemejase más a una relación de amistad que a algo más profundo pero creo que no era lo que ninguno de los dos buscábamos. De pronto sentí que volvía a estar atrapado en la misma situación que hace no tanto tiempo, que los acontecimientos parecen condenados a repetirse una y otra vez aunque cambien los escenarios y los intérpretes. Afortunadamente esta vez puedo decir que puedo soltar lastre sin temor a hundirme en el proceso irremediablemente, que olvidar no va a ser el esfuerzo titánico del año pasado, que seguiremos en pié haciendo frente a las adversidades y que la vida no se mide por las veces que caemos sino por las que nos levantamos para seguir adelante.

7 de mayo de 2006

El legado

Leyendo el blog de Jorge León, el tetrapléjico que se quitó la vida hará una semana no puedo evitar sorprenderme de cómo alguien en una situación límite como la suya mira la muerte cara a cara, sin miedo aunque con respeto, consciente de que en su caso la muerte no es más que una aliada cuando la vida, ese hermoso y mágico don se ha convertido en una pesada carga. Habrá muchos que le juzguen, que consideren que la vida es el regalo más hermoso que nos han hecho y que no tenemos el derecho a desprendernos de é, a todos ellos les diría que incluso el mejor regalo llega un momento que se estropea, que de tanto usarlo pierde la función que tuvo algún día y que por mucho valor sentimental que guardemos no deja de ser un trasto inútil que ocupa demasiado espacio en este pequeño planeta y que aunque cueste desprendernos de é no queda más remedio que decirle adiós. Para los que les apetezca buscad su blog en la red, sed bienvenidos en sus páginas y en sus reflexiones, duras pero sinceras. Jorge, mucha suerte en tu nuevo camino. La muerte era tu deseo. La misma muerte cuyo nombre los demás evitamos pronunciar y tocamos madera para alejar el mal fario y evitar su presencia cada vez que alguien la nombre pese a que se sitúa amenazante sobre nosotros como la pesada espada de Damocles sujeta por un hilo finísimo que amenaza constantemente con romperse. Porque los que nos quedamos, los aparentemente sanos nunca sentimos que hemos de prepararnos para ella ni percibimos siquiera su presencia. Necesitamos creernos inmortales hasta que empiezan a caer ante nosotros la gente de nuestro alrededor como en una partida de bolos macabra. Supongo que porque para vivir, para reír, para disfrutar de la vida necesitamos olvidar que existe, no mirarla frente a frente y creernos invencibles cuando desde el primer llanto, desde la cuna estamos condenados a encontrarnos con ella y perder en esa partida de ajedrez que tan bien representó Ingmar Bergman en El séptimo sello. Mientras tanto seguimos moviendo ficha, una tras otra, sin saber detrás de que movimiento estará ese jaque amenazante del que todavía podemos salir indemnes o ese jaque mate final, el que nos lleve al abismo, al final de todo, muchas veces sin avisar, sin darnos tiempo a despedirnos de los demás y con demasiados planes sin cumplir y sueños sin realizar. En realidad porque la muerte no forma parte de nuestra vida diaria, porque tenemos la suerte de no vivir en Bagdad, en Somalia o en muchos otros lugares del planeta, lugares donde la frontera entre la vida y la muerte se difumina, donde la vida del ser humano apenas vale nada y donde salir de casa cada día puede significar no volver jamás. Y es que sólo una vez sentí algo similar a lo que deben sentir aquellos que se saben constantemente amenazados, fue justo después del 11M, cuando hacer algo tan cotidiano y tan exento de peligro como coger un metro en una ciudad del primer mundo como Madrid me revolvía el estómago y no era el único, por la mirada de los demás sentías que la desconfianza reinaba en el ambiente, que había miedo, que aquello nos tocó a todos demasiado. Pasó, lo fuimos olvidando y apenas hoy queda un recuerdo lejano de todo aquello pero la sensación de angustia todavía la percibo vivamente. Tampoco soy yo de los que piensa a menudo en la muerte, tengo aún tantos planes por hacer. Creo además que todavía la vida me tiene cosas reservadas, algunas de ellas sensacionales y es que no puedo evitar ser un optimista nato aunque el tono de este blog muchas veces dé que pensar. He de reconocer que leyéndolo a veces tengo la sensación de estar mirando el cuaderno de bitácora de un moribundo, alguien que sabe que le queda poco tiempo. Alguien empeñado en hacer cuentas con su pasado, en pedir perdón a todos aquellos a los que hizo daño, en reflexionar sobre aquellas cosas que con el paso de los años y echando la vista atrás empieza a ver como importantes, en dejarlas por escrito para que aunque ya no esté aquí siga viviendo como uno más en esta página, como sigue vivo Jorge León en su blog. Y es que alguien me dijo que le extrañaba que nunca hablara en este blog de mi futuro, de mis sueños o de mis ilusiones y sólo recrease el pasado una y otra vez. Supongo que porque prefiero guardar mis anhelos más íntimos para mi, que son parte de mi yo más profundo, que no quiero tener que escribirlos para no tener que soportar con los años ver como siguen ahí, rotos e inalcanzables, cada vez más. Te contaré sin embargo un sueño que habla de mi futuro, un sueño macabro que tengo muchas veces despierto: mi propio entierro. Y es que en realidad nunca estaré allí realmente presente para ver si es tal como me lo imagino o como me gustaría que fuese. De hecho el sueño no lo vivo con dolor, ni con miedo, sino que asisto como mero espectador, como un espíritu presente pero al que nadie ve. Me imagino el bellísimo cementerio de Alcabre en Vigo al borde de la ría en un día soleado de primavera o verano, el mar brilla y devuelve sin piedad los brillantes reflejos del sol, la brisa marina acaricia la cara de los asistentes y huele a una mezcla de salitre y flores. Sí, ese mismo lugar por el pasé tantas veces contigo camino de la playa, no me digas que no lo recuerdas. Hay mucha gente, veo sus caras y tampoco siento que el dolor les embargue, al fin he conseguido reunir en un solo lugar, en un solo momento a todas las personas que son y han sido importantes en mi vida. Las veo desfilar a todas ellas y aunque no pueda hablar con ellas, de hecho ni siquiera perciben mi presencia, me alegra volver a verlas y que hayan hecho el terrible esfuerzo de venir a darme el último adiós. Han venido desde tan lejos, de París, de Bruselas, de Londres, de Colombia..., de lugares tan dispares y tan distantes que me siento feliz al saber que están aquí porque mi muerte pese a que el tiempo y la distancia hizo mucho en separarnos mientras vivíamos, les ha tocado en algún lugar de su memoria, de sus recuerdos, porque se han dado cuenta de lo que vivimos juntos fue lo suficientemente importante como para venir a este punto perdido del planeta, muy cerca del Finis Terrae romano, a verme marchar. Porque soy de los que piensa que lo importante de esta vida es haber entablado relaciones profundas, sinceras con la gente y haber ayudado, en la medida de lo posible, a hacer la gente que me rodea más feliz. Puede sonar ridículo, quizás debería decir que tengo ansias de grandeza, de ser recordado como uno de los grandes próceres de la patria, homenajeado el día de mi muerte, galardonado con premios y reconocimientos, incluso decir que para mi lo importante es la familia, fundar un hogar y perpetuar mi sangre y apellido por los siglos de los siglos. En realidad me conformo con saber que muchos de los que se cruzaron en mi camino guardan un bonito recuerdo y aunque últimamente sólo consigo meter la pata, hacer rabiar a muchos de los que me importan, me gusta creer que me echarían de menos, que no es tan fácil saber que ya no estoy ahí y no voy a estarlo nunca, del mismo modo que yo echaría tanto de menos a tantos que me importan aunque apenas les vea. Y me quedo con un frase que oí ayer, la frase que me gustaría que dijeran los que me conocieron: dejó un mundo mejor del que llegó. A pequeña escala, con pequeños detalles, sin grandes proezas, poco a poco pero que sería este mundo sin esos pequeños detalles...

5 de mayo de 2006

El discreto encanto de la burguesí­a

Me llamabas burgués y con razón cuando te contaba cómo organizaba esta maldita reunión internacional que me ha traído un poco loco las últimas semanas e incluso meses, hoteles de cinco estrellas, restaurantes de lujo con terraza con vistas sobre la Castellana y mil detalles más. Y si sólo fuera eso, creo que me he acostumbrado a demasiados pequeños lujos, a la tarjeta plata de Iberia Plus que me han mandado recientemente, a las salas Vip de los aeropuertos, a esos restaurantes elegantes donde a veces me invitan, a la clase preferente en el Ave, al trato exquisito que confieren esos pequeños lujos. Cierto es que mi vida normal es mucho más frugal, que no se me caen los anillos por ir en bus al trabajo con muchos de los inmigrantes que trabajan de jardineros y en el servicio del barrio residencial donde están mis oficinas, que sigo limpiando mi cuarto de baño y comprando en el Dia aunque lo alterne con El Corte Inglés. En parte porque quiero mantener los pies en la tierra, porque no quiero olvidar quien soy y de donde vengo, una familia de clase media sin demasiados acomodos, porque no quiero acostumbrarme a algunos lujos aunque cuando los disfruto parezca un niño con zapatos nuevos, con esa sonrisa estúpida y esos ojos brillantes del que se siente deslumbrado por un estilo de vida que le parecía inalcanzable cuando vivía en los suburbios soñando con ese mundo del papel cuché. Y es que muchas veces tengo la sensación que me he colado en alguno de los reductos de la clase alta española, que en el trabajo, especialmente en algunas multinacionales donde he trabajado y sigo trabajando, existen determinados clanes familiares, algunos apellidos de solera que pesan demasiado y a veces no puedo evitar sentirme como el que se ha infiltrado en un espacio que le pertenece a otros aunque me lo haya ganado a pulso y no me hayan regalado nada. Pero incluso en la parcela más privada, también aquí, poco a poco, se han ido colando algunos caprichos y si puedo compro antes en Massimo Dutti que en Zara aunque sean de la misma compañía, que aunque forzado en parte por las circunstancias hay alguien que limpia las zonas comunes del piso que comparto, que no soy nada sin unas vacaciones en el extranjero todos los años, sin salidas esporádicas al teatro... Caprichos que han llegado para quedarse, y es que resulta tan fácil acostumbrarse al lujo y cuesta tanto volver a la vida austera del principio. Por eso me asusta seguir cayendo en este hedonismo sin sentido e ir añadiendo algunos más, sentir que empiezo a necesitarlos como el aire que respiro, que este tren de vida hay que seguir manteniéndolo, que la locomotora sigue caminando a toda máquina y necesita combustible, cada vez más, para al menos mantener la misma velocidad, el mismo ritmo de vida. Y es que sin pretenderlo me he ido convirtiendo en un pequeño burgués con un nivel de vida más que aceptable y aunque reniego del estilo de vida de muchos de mis compañeros de trabajo, de sus vacaciones en el Caribe, de sus BMW todoterreno, de su vestimenta tan previsible, plagada de caballos y cocodrilos, de su relajada vida en las urbanizaciones que plagan los alrededores de Madrid no puedo evitar haber adoptado alguna de sus costumbres. Aún recuerdo como me miraron con extrañeza mis antiguos compañeros de trabajo cuando aparecí en una cena con una camisa de Ralph Lauren con la bandera americana, era un regalo pero les sorprendió verme con ella y sin embargo ahora ya tengo tres. Es verdad que me costaron muy poco, las compré en oulet pero sé que hace años ni se me habría pasado por la cabeza probármelas. Incluso en la terrible decisión de comprarme un piso aunque opté por una de las zonas menos exclusivas de Madrid, Lavapiés, el barrio de la inmigración, del mestizaje y de la cultura alternativa lo he hecho en uno de las promociones más exclusivas, con todo detalle y una piscina en la terraza que va a ser la envidia del vecindario. Y es que aunque intento no caer en sus terribles garras hay algo de la burguesía que me resulta especialmente atractivo y creo que no son tanto sus placeres sino lo previsible de la vida burguesa, la tranquilidad de los barrios residenciales de la clase media-alta, la sensación de que la vida no presenta ningún sobresalto y que todo está definido de antemano: nacer en una buena familia, educarse en los mejores colegios, encontrar un buen trabajo, casarse, formar una familia, criarla y jubilarse para jugar al golf con una pensión envidiable a los 55 años... Todo parece estar establecido desde la cuna hasta la tumba. Sin embargo también reniego de esa vida tranquila, me resulta demasiado aburrida, previsible, edulcorada y necesito sentirme vivo, para lo bueno y para lo malo, porque siento que la vida es más intensa que pasar el fin de semana de tiendas por Serrano, de copas por el barrio de Salamanca o en la Ópera en el Teatro Real. Me muevo entre estos dos mundos, a veces con destreza, en ocasiones más forzado, y me siento como el protagonista de "Lobo estepario", la novela de Hermann Hesse, oscilando entre la figura del hombre, del burgués respetable y educado y la bestia, la brutalidad pero también la frescura, la espontaneidad y la vida. El margen se estrecha, cada vez más. Las posibilidades del lobo estepario de salir a la luz son cada vez menores y las exigencias de la vida burguesa, de la hipoteca que en breve sacudirá mensualmente mi cuenta corriente hacen que mi vida se vaya plegando poco a poco a un esquema de vida cuadriculado sin pocas posibilidades de escape, la jaula que encierra al lobo se estrecha y sus barrotes son cada vez más fuertes y la única posibilidad que tiene el lobo de volver a ser el animal libre y salvaje de un día es aullar, aullar lo más fuerte posible para que me no me olvide de él, para que sepa que sigue ahí, esperando el día que decida dar vía libre de nuevo a esa bestia salvaje llena de odio y rencor por los años de encierro, dispuesta a devorar al hombre que el encerró durante tanto tiempo, al burgués irreductible que por ahora se conforma con sonreír consciente de su triunfo. Te sigo escuchando, hermano lobo, aunque muchas veces prefiera olvidar tus gritos y tus aullidos

1 de mayo de 2006

Judas

Ya lo había leído antes, lo mencionan en la novela histórica que sobre la vida de Jesús escribió Robert Graves, por eso no me sorprendió la noticia de la semana pasada de la aparición de unos rollos en los que parecería confirmarse que Judas Iscariote, el traidor más famoso de la historia, el que vendió a Jesús por 30 monedas de plata para poco después suicidarse, era en realidad un siervo más de la causa de Jesús, que si hizo lo que hizo fue como prueba de amor, la mayor que alguien puede hacer, traicionar a su maestro, a su amigo para que pudiera cumplir su papel de mártir de la cristiandad a costa de convertirse en uno de los personajes más odiados de la historia. Ya hace tiempo había reflexionado sobre esta historia, sin el papel de Judas Jesús probablemente nunca hubiera sido capturado, nunca hubiera sido crucificado y nunca se hubiese convertido en lo que hoy es, el símboloo de toda una comunidad de fieles y de un sacrificio que todavía hoy se venera. El mundo está llenos de Judas, a veces nosotros mismos lo somos, Judas para los demás sin ser conscientes de ello, traidores sin quererlo pero cumpliendo a veces un papel necesario en la vida de los demás aunque doloroso. Me gustaría pensar que cuando peor me he comportado, cuando peor he tratado a los demás, de algo les ha servido. El sábado me encontré con uno de mis Judas, el primero que tuve. Cuando estuve con él pensé iba a ser para siempre pero todo se torció demasiado pronto. Me enseñó muchas cosas y pese a no haber dado lo que yo quería y haberme hecho sufrir demasiado me abrió a un mundo nuevo para el que no había marcha atrás. Fue un Judas cruel pero no le guardo ningún rencor, le agradezco haberme ayudado a dar el salto en mi vida y hacerme experimentar sensaciones que nunca había sentido hasta entonces. Yo era entonces demasiado inocente y cándido, al menos más de lo que lo soy ahora, y daba mis primeros pasos en un mundo que se abría ante mis ojos como una caja de bombones llena de placeres suculentos, de rellenos sorprendentes, una tentación a la que me resistía hasta que como Pandora, preso de la mayor de las curiosidades decidí abrir la tapa. Esa caja vino para quedarse, de hecho ya he probado algunos de sus bombones, algunos me dejaron un cierto regusto amargo al final, incluso los hubo que se me atragantaron, otros duraron poco pero hubiera repetido si hubiese habido más. Puede que en ciertos momentos parezca que ya no hay nada interesante, que sólo quedan esos bombones que nadie quiere pero de pronto encuentras algún pequeño tesoro, algún bombón que a primera vista había pasado desapercibido pero que cuando lo saboreas te das cuenta de que es una verdadera joya, que no te importaría que en lugar de un surtido la caja sólo tuviese esa clase de bombones para seguir disfrutando de su sabor por mucho tiempo...