26 de febrero de 2006

Porque el amor cuando no muere mata

Porque amores que mata nunca mueren Yo no quiero juntar para mañana, no me pidas llegar a fin de mes. Así dice la letra de la canción de Sabina que versiona aflamencada Niña Pastori. En definitiva, un canto a la pasión del comienzo, al amor que no se deteriora con la rutina y con el paso del tiempo. Al fin y al cabo el amor nace con fecha de caducidad, esos dos años que de media dicen los científicos que dura. Supongo que luego el cariño, los recuerdos e historias compartidas sustituyen esa pasión del principio aunque lo digo desde la suposición del que no ha logrado que una relación supere los 9 meses y no puedo evitar decirlo con cierta amargura. A mi edad empiezo a vivir cada ruptura como un nuevo fracaso y aunque siempre logro convencerme de que la culpa no es mía, ni siquiera en muchos casos de la otra parte sino que se trata de la suerte, del destino, del azar que nunca me ha acompañado en mi vida sentimental como sí quizás lo haya hecho en mi vida profesional empiezo a estar cansado de esta montaña rusa sentimental que es mi vida, de esas subidas y bajadas continuas y anhelo, al contrario que en esta canción, esos momentos de rutina, de estabilidad aparentemente feliz que veo y percibo en mi alrededor, en relaciones estabilizadas tras años de vida en común. Nunca he llegado a esa situación de tranquilidad aparente. Siempre he sentido cuando he estado emparejado que vivía en un delicado equilibrio, que lo que estábamos construyendo se sostenía sobre pies de barro y cuando todo se ha desmoronado como un castillo de naipes sólo he sentido que se confirmaban mis peores augurios. Quizás por eso deseo aquello que no tengo aunque sienta que mucha gente envidia la libertad de la que gozo, la tranquilidad de saber que cuando me plantean algún plan no tengo la necesidad de consultarlo con nadie ni que tengo que andar en una negociación continua para tomar cualquier decisión que se me plantee en la vida. Quizás uno se acomoda a eso, a no tener que rendir cuentas a nadie y me asusta convertirme en un bicho raro, maniático, celoso de mi libertad y de mi espacio e incapaz de ceder, de compartir, de darme a los demás sin sentir que me prostituyo y que acabo cediendo demasiado, vendiendo mi alma al diablo de un amor imposible que siempre se queda por debajo de mis expectativas. Y en cuatro meses viviré solo en una casa que decoraré a mi gusto y al miedo de sentirme solo se añade la sensación de que en ese espacio pequeño que será mi hogar no habrá sitio para nadie más, que lo que hasta ahora era mi cuarto, ese espacio sagrado en el que no me gusta que nadie revuelva, y de eso sabe bastante mi madre y mis hermanos que me aguantaron durante más de 25 años, se va a prolongar a los casi 40 metros del apartamento al que en breve me mudaré y en el que tengo previsto quedarme durante al menos otros 10 años. Ese será mi santuario, probablemente el templo en el que adorar al becerro de oro de la soledad hasta que aparezca ese Mesías al que todos buscamos, ese alguien que acabe con el culto a la falsa deidad y me devuelva la fe y la confianza para creer que todavía hay tiempo, que no es demasiado tarde y que aún soy capaz de entregarme de lleno cuando creo que merece la pena, que aún puedo confiar, compartir y especialmente lanzarme a la aventura de con-vivir (y lo pongo con guión porque sólo así transmite plenamente lo que significa para mí)

21 de febrero de 2006

Ella...

Releyendo el otro día mails antiguos en el trabajo, y es que he de reconocer que últimamente me cuesta encontrar cosas que hacer en el horario laboral y estoy bastante tranquilo, demasiado quizás, no pude evitar ponerme a leer toda la correspondencia, tan extensa por otro lado, que mantuvimos los dos desde finales de octubre, tanto mis mails desesperados por una nueva derrota en el plano sentimental como sus respuestas de aliento, de apoyo e incluso de cierto cabreo cuando hundido me dejaba llevar por mi amargura echándome las culpas de un final del que afortunadamente ya no me siento responsable. Como siempre, allí estaba ella sacando minutos de un tiempo que no tiene para hacerme sentir mejor, para darme fuerzas, para consolarme en la derrota y para brindarme su mano pese a la distancia. Los kilómetros no son nada cuando se han compartido tantos momentos en torno a una taza de café. Hace más de 10 años que la conozco, aún recuerdo nuestros titubeantes comienzos, adolescentes los dos aunque ella demostraba contar con cinco años de madurez mental más que yo (años que aún dudo haya podido alcanzar pese al tiempo transcurrido). Yo intentaba ser el gracioso, el simpático, supongo que para destacar o para alejar el pesado fardo de la niñez y entrar por la puerta grande en el mundo adulto, en realidad porque soy así, un payaso, un bocazas, que le voy a hacer, hay cosas difíciles de cambiar. Sé que le caí mal desde el principio y así me lo hizo notar pero la suerte, el destino y que sé yo hizo que coincidiéramos 3 años seguidos en la misma clase y tuviésemos el mismo grupo de amigos. Durante esos 3 años apenas nos vimos fuera de clase, los exámenes, los recreos, las excursiones, esos fueron los momentos que compartimos dentro de un grupo muy numeroso. Tuve que marcharme a Madrid a vivir y que más de 600 kilómetros nos separasen para que entre nosotros empezase a surgir la complicidad y fuesen brotando poco a poco las confidencias de una historia que se mantenía en suspenso durante el tiempo que estábamos lejos, sólo mantenida por algunas cartas y algunos e-mails, pero que volvía a retomarse desde el punto y aparte donde lo dejamos la última vez, en realidad un punto casi seguido porque apenas se notaba que habíamos dejado la conversación en suspenso durante tres, cuatro o incluso cinco meses y el discurso brotaba de nuevo fluido y locuaz. Aún recuerdo cuando le conté lo que tanto me había costado admitir, cómo decirlo, que no soy como todos esperan, que si me dan a elegir entre la carne y el pescado me quedo con lo que escoge la minoría (nunca he sabido que es la carne y que es el pescado exactamente) y todavía recuerdo como se reprochó el no haberse dado cuenta antes por ella misma, sentía que se había defraudado como amiga cuando la realidad es que ni yo mismo me di cuenta de una verdad que me negaba a mi mismo hasta que decidí dar el paso y experimentar para ver si todo lo que sentía estaba ahí presente de verdad. Supongo que aquello nos unió aún más. Fueron las largas caminatas a la playa en muchos veranos pasados en Vigo, los cafés en medio de las fiestas navideñas, las conversaciones en su portal, remoloneando una separación que se nos hacía dura porque éramos conscientes de que tardaríamos meses hasta volvernos a ver, ese portal al que la acompañaba siempre para que no sintiese miedo y se sintiese protegida los que han ido tejiendo poco a poco una red de historias, pequeños guiños y confidencias que hoy son la base de una gran amistad. La he visto crecer, experimentar en el amor hasta darse de bruces con un hombre que la ha convencido lo suficiente como para dar el tremendo paso del matrimonio aunque siempre pensé que nunca la vería encontrar a alguien que la satisfaciese lo suficiente. La he visto hacerse una mujer de rompe y rasga, fuerte, inteligente, hermosa, carismática y lo más importante bella por dentro, con una belleza radiante y pura, siempre íntegra y sacrificada. Supongo y espero que ella haya notado algún cambio en mí, que se haya percatado de que en algo he madurado y que, aunque poco, he crecido como persona a la sombra de lo que ella representa, un modelo para mi en tantas cosas. Fue ella la que me hizo ver la importancia de la educación, de las normas sociales de las que me reía en un intento de ser un provocador y en cierto modo de hacerla rabiar. Ahora ya dejo pasar a las mujeres delante de mí cuando abro una puerta y muchas veces cuando lo hago no puedo evitar acordarme de ella. Son tantas las cosas que tendría que agradecerle pero me limitaré a decirle gracias por estar ahí cuando la he necesitado y por ayudarme a esforzarme en ser mejor persona.