26 de septiembre de 2008

Meryl

Hoy con la excusa del premio que te han dado a toda una carrera dedicada al cine en el festival de San Sebastián, un premio bien merecido, apareces en todas las televisiones del país y en todas ellas dedican unos minutos a recorrer una carrera cinematográfica, la tuya, tan llena de verdad. No hay mejor muestra de tu maestría que la capacidad que tienes de resultar creíble en papeles tan dispares y si supiste dar vida a una exigente y agresiva editora de una revista de moda, a un icono de la elegancia y de estilo, no menos convincente resultaste en tu papel de ama de casa resignada y apacible en una casa perdida en el campo del medio Oeste americano.
Dices que te encanta que te paren por la calle y te comenten lo importante que una de tus películas ha sido en la vida de uno de los seres anónimos con los que te cruzas a diario y como es poco probable que algún día nos crucemos y aún siendo así dudo que mi timidez me permita acercarme a ti, usaré este limitado foro para contarte lo mucho que me emociona una de tus escenas, la rabia contenida con la que recuerdo haber sufrido como tú lo hacías (o más bien el personaje que interpretabas) dentro de la camioneta de tu marido en la ficción en los Puentes de Madison. En la calle llueve a mares y apenas se vislumbra el exterior desde el cristal del coche, sólo lo suficiente como para ver que delante de ti, parado en el semáforo espera el fotógrafo en su camioneta verde a que el disco se ponga en verde para seguir avanzando, el mismo hombre que en apenas cinco días ha desbaratado tu vida. Y aunque el disco se abre él se queda parado unos segundos que resultan eternos, consciente de que estás detrás, te lo ha demostrado al poner en el espejo retrovisor el colgante que le habías regalado, esperando quizás que recapacites y que saltes del coche de tu marido para ir corriendo a sus brazos y huyas con él a cualquier punto perdido del mundo, a esa África de tus memorias tal vez. Tú sin embargo te limitas a llorar amargamente intentando disimularlo al tiempo que tu marido mantiene una conversación banal, tanto que incluso él, ese hombre bonachón y despistado con el que compartes tu vida desde hace más de 20 años se da cuenta de que algo pasa y aunque te lo pregunta insistentemente tú sólo puedes llorar y de tus ojos corren ríos aún más fluidos que los que surcan el cristal de vuestra camioneta. Lloras de amargura porque aunque desearías correr a sus brazos te sientes en deuda con ese hombre, con el soldado americano que conociste en tu Italia natal y que trajo a este pueblo perdido de gente afable pero aburrida, un buen hombre que no se merece un abandono tan cruel. Y aunque entienda tu gesto de gratitud, tu completo sacrificio por la felicidad ajena nunca he podido evitar las ganas de gritarte de rabia todas las veces que he visto esa escena para pedirte que vayas detrás de él antes de que se vaya para siempre, que lo que te ha hecho sentir ese fotográfo en sólo un par de días es más intenso que todo lo que has podido sentir con tu marido en años. No puedes escucharme pero por el dolor reflejado en tu rostro sé que tú misma escuchas esas voces que al mismo tiempo te piden que te quedes en el coche y que vayas detrás de tus sueños. La duda, la terrible duda corroe de nuevo tus entrañas y lo único que puedes hacer es llorar como un bebé y contigo los millones de ojos que detrás de la pantalla han llorado y seguirán llorando contigo en este escena recordando quizás un amor que dejamos escapar, el sueño de un verano que sabíamos se evaporaría en la rutina de otoño, un imposible con fecha de caducidad que preferimos recordar como la historia perfecta de principio a fin, esa que sacamos a pasear cuando a falta de otras emociones tenemos que conformamos con la nostalgia de un pasado que siempre nos parecerá más intenso y emocionante que el presente que hoy nos ocupa. Debe ser mi vena melodramática pero prefiero la intensidad emocional de una corta historia de amor imposible a esta vida llena de monotonías en lo que se ha convertido el nuevo curso escolar. Gracias Meryl por hacernos soñar con esos cinco días, con nuestro seguro mundo puesto del revés trágicamente aunque sea en la piel de un ama de casa americana de mediana edad en la conservadora América de los años 60.

12 de septiembre de 2008

Orgullo

¿Es el orgullo una virtud o un defecto? le preguntá Elizabeth llena de ira al señor Darcy en la película Orgullo & Prejuicio sin que este se atreva a responder. Los dos, orgullosos paranoicos, a punto están de estropear lo que sienten el uno por el otro por una mera cuestión de orgullos heridos. Él, rico terrateniente de clase acomodada en la Inglaterra victoriana, por enamorarse de una hermosa y arrogante joven pero de familia extravagante y sin recursos, algo que le cuesta asimilar en su convencionalismo más rígido. A ella por el dolor que le produce la manera en la que él se refiere a su familia, de manera despectiva, hiriente y llena de prejuicios. Yo tampoco como el señor Darcy sabría qué responder a esa pregunta. Cierto es que el orgullo me ha salvado de ser una marioneta en manos de muchos que me creían a sus piés. Suele tardar en aparecer y lo hace como una punzada hiriente cuando lo que era una sospecha es ya visible a todas luces, cuando la sensación de estar siento utilizado y manoseado por quienes creían haberme moldeado a su antojo es demasiado fuerte y digo basta. A veces demasiado tarde incluso. Y aunque a veces pienso que mi orgullo ha dejado escapar segundas oportunidades, al fin y al cabo todos tenemos derecho a equivocarnos, creo que me ha servido para dejar de apostar por algo que iba en vía muerta aunque fuese incapaz de verlo al principio, embelesado como estaba en el viaje, sin darme cuenta que ese tren mientras se alejaba dejaba atrás también mi autoestima y mi propia libertad, la de ser uno mismo. Pese a todo me sorprende tu orgullosa determinación. Me faltan muchos flecos de tu historia personal y no me atrevo a preguntarte, consciente de que estoy tocando heridas demasiado recientes sin la confianza que sólo da el tiempo pero la fortaleza con la que aparentemente haces frente a su determinación por recuperarte con mensajes, llamadas e incluso búsquedas infructuosas me parece sorpredente. No sé si hubiera podido soportar esa situación, si hubiera terminado cayendo en sus redes ante tanta insistencia o al menos me hubiera desquiciado, haciéndome incapaz de poder pasar página y tembloroso en cada esquina ante la sola idea de encontrarme de nuevo con su rostro cara a cara. Y no sé si consuela saber que aquellos que han pasado por mi vida han podido dejarme marchar sin demasiado ruido ni aspavientos. Me consta que algunos lo han lamentado y han vuelto con el rabo entre las piernas a pedirme una segunda oportunidad. Demasiado tarde en general, sólo se llevaron un no por respuesta. Puede que sonara demasiado convincente en mi respuesta pero aunque no deseo ser víctima de la manía persecutoria de alguno de mis ex, sé que mi orgullo disfrutaría al saber que al menos siguen acordándose de uno como una parte importante de sus vidas aunque breve y como un recuerdo lejano y agradable. Maldito orgullo, a veces...