10 de julio de 2006

Cuando salí­ de Cuba...

Nunca había sido un destino de interés, jamás había estado en mi larga lista de sitios pendientes, lugares que anhelo conocer como Nueva York, Tailandia, Río de Janeiro, La India, Florencia o Australia... Antes hubiera repetido otros destinos que perderme por el Malecón pese a que reconozco la atracción que ejercen esos iconos que tanto identifican a la isla: los palacetes semi derruidos de La Habana vieja que recuerdan que hubo un tiempo en que la capital cubana era la perla del Caribe, los Buick, Dodge y Chevrolet de los aÑos 50, de antes de la revolución recorriendo sus calles pese al paso del tiempo, la mezcla de razas, la gente, omnipresente en las calles, el mar Caribe azotando sus costas... Sin embargo surgió la oportunidad: una oferta irrechazable, una semana de vacaciones ya pedida y un amigo al que resultó fácil embaucar así que hice la maleta y me fui a la aventura sin apenas tiempo para pensarlo. Recién llegado de La Habana me embarga un cierto sabor agridulce. El cubano es por definición un pueblo optimista, vital, capaz de reírse de sus propias desgracias, orgullosos de su país, de su historia y de sus raíces pese a que el sueño de salir de la isla está muy presente, especialmente en los de mi generación. Sin embargo se ven encerrados en ese "paraíso" comunista que el gobierno en el poder pretender venderles mientras se ven bombardeados por los reclamos publicitarios que les llegan a través de Internet, de la televisión y del cine, mensajes que les venden un modelo de bienestar que hoy por hoy no parece estar al alcance de muchos en la isla y que injustamente sólo logran las élites políticas del país y los que trafican con pesos convertibles cubanos, la segunda divisa del país, la que manejan los turistas. Esa ríada de turistas casi constante es hoy por hoy la única industria que funciona hoy en día en la isla, gente que viene del otro lado del océano o de Norteamérica (Canadá o México mayoritariamente) para disfrutar del paraíso caribeño y demostrarles con la fuerza de los hechos que por mucho que la retórica castrista, anacrónica y desfasada, se empeñe en lo contrario ("Hasta la victoria siempre" dicen los carteles sembrados por todas partes en La Habana) el capitalismo salió vencedor de ese mundo bipolar surgido tras la segunda guerra mundial y si ganó fue porque permitió a la gente soñar con una vida mejor por mucho que en el camino dejase a muchos en la estacada. Sus sueños pasan por dejar la isla atrás, quizás no para ir a Miami, destino del exilio cubano durante décadas (tantos años mamando las críticas oficiales al modelo americano han hecho mella en gran parte de la población) pero sí rumbo a Europa, Canadá o Australia. Porque les han despojado de la posibilidad de soñar, de imaginar una vida mejor dentro de la isla, por eso para la mayor parte de los cubanos esos sueños pasan por dejar el país que les vio nacer, a toda su gente, su vida en definitiva porque sienten que quedándose están condenados al fracaso. Sin duda hubiera sido peor haber nacido en Malí, en Senegal y tener que pagarle a una mafia local una cantidad astronómica para arriesgar la vida cruzando el Atlántico durante horas en un cayuco, soy consciente de que hay sitios peores donde malvivir mientras esperas cumplir tu sueño pero el destino me llevó a Cuba, a una sociedad con un sistema educativo y sanitario en muchos aspectos en los estándares de los países más desarrollados pero en el que todavía existen las cartillas de racionamiento y a convivir con un pueblo culto y crítico al que no resulta fácil engañar con las soflamas revolucionarias trasnochadas de un dictador que lleva más de 50 años en el poder. En el Malecón de la Habana, siempre atestado de gente por las noches, los cubanos pasan el rato sentados al borde al mar, siempre de espaldas al Caribe, observando la gente que cruza el paseo, un entretenimiento más en esta ciudad que como Manhattan nunca duerme, ignorando a ese mar de azul turquesa que es un sueño vacacional para muchos pero que de noche resulta de una oscuridad amenazadora, un foso demasiado ancho que les separa de la libertad y les condena a un encierro que sólo les deseo no sea permanente.

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