25 de abril de 2006

Ne me quitte pas...

La canción más triste que se ha escrito, el grito desgarrado de un amante que siente que pierde lo más valioso que tiene en la vida, lo único quizás, que si la pierde se pierde sin ella en el abismo, que nunca jamás volverá a ser feliz, que no entiende la vida sin ese trozo de carne que pese a que alguna vez llegó a creer que le pertenecía es un ente autónomo y ha decidido abandonarle. Le suplica, le pide entre sollozos que se quede a su lado, le promete la luna. Pese a todo cuando escucho la canción, sin saber cómo, tengo la sensación de que es ya demasiado tarde, sin saber nada de la relación y menos aún de cuáles son sus razones tengo la seguridad de que no hay vuelta atrás, que no ha sido una decisión fácil y que seguro le cuesta a ella tanto como a él pero es que a veces no queda otra alternativa y es que de eso la vida me ha enseñado bastante. Es además la típica canción que te ponen cuando aprendes francés, una de las más conocidas sin duda, aunque nunca se paran a descifrar la angustia del personaje que transmite tan bien la voz desgarrada de Jacques Brel. A mi sin embargo me encanta, además de unos acordes al piano maravillosos resulta hermosa porque pese a la amargura del final revela lo que alguien está dispuesto a hacer para evitar que se aleje ese amor, ese al que no queremos (y no podemos) dejar marchar. Puede que sólo sean promesas sin fundamento alguno, nuevas promesas que añadir a todas esas palabras bonitas pronunciadas en el pasado y que se quedaron sólo en eso, que fuera un egoísta desconsiderado incapaz de apreciar lo que tenía hasta que se va pero lo no puedo evitar encontrarlo encantador. Hace ya tiempo que tengo la canción, compré un recopilatorio con la música de Brel en Bruselas la última vez que estuve por allí después de años buscándola. Antes de eso la última vez que la escuché estaba en París en casa de una chica que no conocía apenas. Yo había ido a ver a una amiga pero en cierto modo iba también detrás de un sueño, de una historia que empezó en Madrid pero que el destino rompió demasiado pronto cuando a él le dieron trabajo en la capital francesa. Iba creyendo que podríamos volver al punto donde habíamos dejado la historia en Madrid para pasar al menos un fin de semana romántico a orillas del Sena pero allí me di cuenta que todo era una ilusión, que incluso en Madrid esta historia no habría continuado y mientras esperaba en el salón a que se despertase de la cama donde dormía con su amiga encontré el disco de Brel y puse la canción. Era un típico día de París, el cielo estaba nublado y la lluvia corría por los cristales que daban a un patio interior construido con los mismos parámetros que la mayor parte de los edificios del casco antiguo de esta ciudad, esa quilla de barco invertida característica de los tejados de París cerrando el edificio, esa misma que le da un color característico a los tejados de la ciudad y está presente desde que en el siglo XIX Napoleón III decidiera hacer de París la capital del mundo llenándola de grandes avenidas y monumentos. No recuerdo si lloré pero la escena me parecía digna de un poema y con el tiempo transcurrido desde entonces no puedo evitar recordarla con cariño porque pese a la tristeza y la melancolía del momento me parece tremendamente hermosa o precisamente por eso. Y es que creo que el sufrimiento puede esconder belleza y resulta además necesario, que el hombre necesita sentir dolor y no se trata del dolor físico, ese me parece absurdo, sino más bien el psicológico. Estoy harto de esta sociedad moderna tan aséptica donde parece una obligación estar feliz a todas horas, de esas imágenes tan edulcoradas que nos vende la publicidad a todas horas de hombres y mujeres felices, de familias perfectas y cuerpos esculturales de una juventud envidiable y eterna. Tampoco puedo con esos padres protectores que miman en exceso a sus hijos creyendo que guardándoles entre algodones les hacen un tremendo favor cuando en realidad sólo crean niños malcriados acostumbrados a tener todo sin el mínimo esfuerzo sólo por haber nacido, carne de cañón del fracaso cuando se enfrenten a una vida que no es para nadie un camino de rosas. Sé que yo tampoco a mi madre le puedo decir que lo estoy pasando mal, que se preocupa en exceso, supongo que como todas las madres porque no están preparadas para ver sufrir a sus retoños y porque no son concientes que sufrir forma parte indisoluble de la vida, que es necesario para madurar, para aprender e incluso para mejorar como personas. Y es que en una de mis tantas incoherencias rechazo el concepto de vida burguesa aunque acabe disfrutando de muchas de las comodidades que me ofrece porque creo en la penitencia, en la necesidad de purgar los pecados o los errores cometidos y porque creo que sólo el que ha sufrido sabe apreciar lo bueno cuando lo tiene delante o al menos es consciente de lo realmente ridículos que somos cuando pretendemos ser más que lo que somos, un pequeño punto perdido en la inmensidad del espacio. Y porque de los momentos más duros surge la belleza. Son tantos los artistas que hacen las mejores obras de sus vidas, verdaderas obras maestras, cuando atraviesan la peor etapa de sus vidas, cuando están solos y son pobres y viejos de solemnidad que no parece casual. De hecho, de todas las obras expuestas en el Prado, las que más me sobrecogen son las pinturas oscuras de la última etapa de Goya, me gusta además como las exhiben en el Prado, en un cuarto oscuro y apartadas de la luminosidad y felicidad que muestran las escenas costumbristas y populares de los cartones de los tapices de su primera etapa. Aunque no resulta comparable porque nunca he pretendido que este blog se convierta en una obra de arte sino un lugar donde sincerarme y poner en orden mis ideas sí es cierto que lo empecé cuando peor me sentía, surgió del dolor, de la soledad y de la amargura y sigo enganchado a él ahora que en la primavera florecen las nuevas ilusiones y espero que me acompañe para siempre...

17 de abril de 2006

Retazos de una vida

Buscaba una señal ¿no?, pues ahí la tienes me dijo el destino indignado por las quejas ante su aparente ausencia en una de mis últimas entradas de este blog (ver "Señales"). Acabo de volver de pasar una Semana Santa en Vigo, de enfrentarme como siempre a los fantasmas de una adolescencia que tuvo sus más y sus menos aunque al final siempre me pueden las ganas de volver al terruño, de curar, al menos momentáneamente, esa morriña que nos sacude a tantos gallegos en el exilio, voluntario sí pero exilio al fin y al cabo. Esta vez los fantasmas han sido muchos e inesperados. No iba con grandes planes, descansar y dejarme mimar por mi familia. Recién llegado a casa mi madre me comenta sin embargo que las cartas que guardaba en una cesta de mi habitación se habían caído y que debería hacer limpieza y llevarme a Madrid sólo aquellas que mereciese la pena mantener. Mi madre y su empeño por preservar mi intimidad alejada de los ojos ajenos, hay cosas que nunca cambian. Así que el viernes santo a las doce de la noche sin otro plan mejor decido enfrentarme a mi propia penitencia de Semana Santa y a mi pasado escrito en el puño y letra de los que me escribieron desde que en 1995 empecé a vivir en Madrid y de los que siguieron haciéndolo o empezaron después cuando en 1999 decidí irme a pasar mi aventura Erasmus a Bruselas. La correspondencia se acaba en el 2001, justo cuando el e-mail empezó a sustituir a las cartas y un nuevo sistema, más cómodo y rápido acabó con toda la liturgia de carta, sello y sobre tan común hasta entonces en mi vida. Fueron más de 4 horas de intensas emociones. No pude parar hasta haber revisado todas las cartas, tirar muchas y guardar otras como tesoros. De algunos que me escribían ya no sé nada, se perdieron incluso en mi memoria tras años sin alguna pista de su vida y ver sus cartas y recordar la complicidad del pasado me sorprendió gratamente. Otros se mantienen ahí, bajo otros formatos, en otros escenarios pero constantes en mi vida, los pilares en los que sustento en tantas ocasiones mi vida. Dos personas especialmente, muchas cartas escritas me hicieron sin embargo vibrar de emoción. Una eres tú, sé que tienes esta dirección porque te la di y me comentaste que habías entrado, me consta que has leído alguna de mis entradas aunque no te has atrevido a incluir ningún comentario, quizás por falta de tiempo, sé que consultas Internet en el trabajo y que te incordian a menudo, demasiado como para poder ponerte a escribir algo en serio sin interrupciones. Nos escribimos, cada vez menos eso sí, nos llamamos en el cumpleaños e incluso, pese a la distancia, nos mandamos regalos, alguna cosa que nos alegre el día y haga más ligero el trago de hacernos mayores sin que veamos solución a tantos flecos pendientes en nuestra vida. Ya sabes, más viejos, más calvos pero no más sabios. Nos vemos, al menos una vez al año cuando vuelves a casa a ver a tus padres o me acerco a la ciudad de la luz para disfrutar de sus atardeceres, de sus monumentos y, como no, de tu compañía. Sin embargo, pese a todo, ya no hay la misma complicidad de antaño y de eso me he dado cuenta releyendo tus cartas del pasado, ya no me cuentas tus sueños, tus miedos ni tus dudas, ni te alegras al recibir mis cartas en el buzón poniéndote a contestar a las 4 de la tarde aunque no hubieses comido todavía, en parte porque ya no hay cartas que contestar sino fríos mails que lees en los huecos que te dejan los clientes. Incluso cuando te escribo me cuesta empezar, ya no sabría que contarte, son tantas las cosas que me han pasado y tanta la gente que es importante para mi de la que apenas te he hablado que tendría que escribirte mil folios para que entendieses todo de nuevo. Supongo que ya no nos vemos como antes, al menos 3 veces al año cuando subía a Vigo, que las responsabilidades de la vida adulta ya no nos dejan tanto tiempo libre como en el pasado la vida estudiantil pero me duele pensar que te he perdido de este modo querida hermana. Prefiero pensar que aún estamos a tiempo de que esta relación no se convierta en un mero compromiso, en una formalidad burocrática de cumpleaños y fiestas de guardar y por eso te propongo una cosa. Que volvamos a la tradición, a los orígenes de esos sobres amarillos que tanto me gustaban, a ese sello de la ballena que compraste conmigo en el Acuario de la Coruña impreso en esos folios de color lila, a esas cartas bomba con noticias que no esperabas, a volver a sentirte cerca otra vez pese a la distancia, a recuperarte de nuevo. ¿Qué me dices? De ti no sé que decir, hace seis años que pasó, que no sé nada de tu vida y todavía me duele leer tu última carta en la que me reprochabas la manera en cómo acabó todo. Leer tus cartas de amor fue como leer algo ajeno y distante, era tan extraño después de todo el tiempo que ha pasado y de tanta gente que ha ocupado desde entonces mi corazón leer como confiabas que lo nuestro era algo a largo plazo, que nuestros sentimientos iban a poder con la distancia y con la separación de más de tres mil kilómetros durante el año de beca Erasmus que se avecinaba. Sobre todo sabiendo que nada podían hacer esos sentimientos contra mis ansias de volar, de ver mundo y de madurar. Leyendo tus cartas de nuevo me sentí como el que lee una novela romántica que ha escrito otro, que lo que decías no era para mi porque ya no me identificaba con el crío del que te enamoraste. Todavía hoy siento que me porté mal contigo, que te hice daño sin motivo. Te pido perdón en este espacio al que dudo que llegues algún día, donde quiera que estés quiero que sepas que era un crío manazas jugando con algo tan frágil como tus sentimientos, que era un inmaduro e inconsciente y que no estaba preparado todavía para lo que tú estabas dispuesto a ofrecerme, que necesitaba llevarme aún mis buenos palos en la vida para aprender a valorar lo que me diste y lo más importante, lo que estabas dispuesto a seguir dándome. Lo siento, de todo corazón.

7 de abril de 2006

Caras

Aunque las adivinanzas nunca me han gustado, supongo que porque siempre me ha parecido agotador tener que prestar atención a un juego absurdo de palabras y me angustiaba la rapidez mental que exige tener que dar una respuesta inmediata a un desafío rancio y muchas veces ridículo disfruto sin embargo pasando las horas muertas en el metro y en los autobuses fijándome en la gente que viaja conmigo, los que van sentados en frente leyendo el periódico, los que charlan y ríen con su grupo de amigos, los sólo miran al vacío de los túneles al pasar o la cara de los que como yo no hacen otra cosa más que observar a la gente del vagón. Disfruto intentando reconstruir sus vidas, a través de su ropa, sus gestos, lo que dicen y sobre todo la expresión de sus caras: de hastío, de esperanza, de emoción, de aburrimiento... Es un juego sin solución, esa gente que se cruza 10 minutos conmigo en el mismo vagón es muy probable que jamás vuelva a verlos, nunca sabré si estaba en lo cierto o si he pensado que llevaban una vida miserable simplemente porque han tenido un mal día y así lo reflejaba su cara. Debe ser deformación profesional, he estado en tantas ocasiones detrás de un espejo evaluando lo que un grupo de consumidores opinaban acerca de una promoción nueva, una campaña de publicidad aún sin estrenar o un producto que sólo existe en la mente de alguna mente pensante del departamento de marketing de una gran multinacional que mirar en el metro no es más que la continuación de todo eso. Cambian cosas, la comunicación no verbal es la única pista con la que cuentas cuando los demás van solos, no hay un espejo que te permita mirar a los demás sin que el otro sea consciente de que le miran, de que le observan y en general ya no me interesan temas tan banales sino que intento reconstruir sus vidas y descubrir si son demasiados los sueños incumplidos, si se sienten realizados o ven sus vidas como un tremendo vacío, en definitiva, si son felices en la vida. No es fácil pero a veces ves caras tremendamente interesantes, personas que te apetecería conocer porque parece que tienen mucho que contarte o gente con la que sientes una tremenda solidaridad porque te da la sensación que pasan por lo mismo que tú, que sufren por las mismas cosas y que a veces no tienen la persona a su lado que necesitan para contarlo. Sin embargo desaparecen de tu vida en una estación de metro y jamás vuelves a verles. La semana pasada, buscando una foto en el Google con la que adornar una de mis entradas de este blog me topé por sorpresa con esta cara. Nada tenía que ver con el tema propuesto así que me extrañó verla y me cautivo inmediatamente. Demasiado que decir y un tremendo poder de seducción la de esta cara extraña. No sé quién es, ni siquiera miré en qué página estaba y sólo la guardé en mi ordenador así que la única pista con la que cuento es la expresión de la cara en esta foto antigua. El chico es una mezcla entre Ethan Hawk y Alain Delon en su juventud. Tiene unos 30 años y por la foto parece que no se dé cuenta de que le observan y de que una cámara está a punto de retratarle mientras mira al vacío con expresión de melaconlía y de tristeza. Sujeta su cara con la misma mano con la que fuma con naturalidad, manejando el cigarrillo con soltura y seguro tiene un café humeando enfrente. Tiene una pequeña cicatriz en la mejilla izquierda, una herida de las muchas que la vida le ha dejado aunque ya no le preocupa, son más graves otras heridas, las que le marcan el alma. No sé pero me imagino la escena, un café antiguo del Quartier Latin del París más bohemio de los años 50-60, pocos años antes de que el mayo francés del 68 aflorase como un grito de libertad y rebeldía. Está sólo y no espera a nadie, al menos no a quién echa de menos, a esa a la que añora, a la que quiere y desearía ver entrar por la puerta del café. Sabe que es imposible así que la recrea en la mente, vuelve una y otra vez a recordar los mejores momentos que pasó a su lado pero ni siquiera puede esbozar una sonrisa porque a pesar de que le llevan a momentos de una felicidad pletórica no puede abstraerse de la idea de que jamás volverá a verla, de que jamás volverá a vivir otra escena similar a su lado. Ya lo ha superado, el tiempo cura las heridas poco a poco pero acaba de ver algo, un detalle, esa flor que a ella tanto le gustaba, ese olor a jazmín que le recuerda a su perfume o algo que de manera inconsciente le ha llevado a su recuerdo sin saber cómo. Puede incluso que fuese algo más premeditado, que ese café fuese el lugar favorito de ambos y que hoy fuese su aniversario si las cosas no hubiesen acabado mal pero esta solo o quizás no, quizás ya ha recompuesto su vida con otra más pero no puede evitar celebrar esa fecha porque aún la añora, porque aún reserva esta fecha en el calendario para volver al lugar donde fueron tan felices. Dime, ¿en quién crees que piensa? Juega a adivinar lo que nunca sabremos, atrévete

3 de abril de 2006

Señales

Siempre he tendido a buscar señales en todo lo que me rodea, intento encontrarlas en los hechos más cotidianos, señales que me sirvan de guía, que me digan cual es el camino que debo seguir porque son muchas las ocasiones en las que me siento perdido, sin rumbo fijo, con el ralentí puesto y dejándome llevar sólo por la inercia, por la monotonía de los días que pasan sin que nada nuevo suceda y sintiendo que a veces me devora el vacío mientras cumplo día a día, sin cuestionarme y como un robot las obligaciones que me he impuesto. En cierto modo siempre he creído que tenemos un camino marcado y que el destino se encargaba de ponernos en ese camino mil y una pruebas para ir madurando poco a poco. Siempre he pensado que todo tenía un sentido, incluso lo más terrible que me ha pasado tenía su razón de ser: esencialmente aprender y valorar algunas cosas que daba por supuestas. Supongo que porque no he tenido la desgracia de perder a un ser querido o sufrir una pérdida irreparable, imagino que en ese caso encontrar el sentido a un dolor tan inmenso ha de ser una labor titánica. Llamadle destino, Dios o una mano oculta que todo lo guía pero siempre he creído en una especie de mundo espiritual, paralelo a este en el que nos movemos y que decide muchas cosas de nuestra vida. Una especie de ángel de la guarda que cuida de nosotros sin que nos demos cuenta. Quizás porque de este modo eximo de mi conciencia la culpa de muchos acontecimientos que han sucedido en mi vida, asumiendo que han ocurrido porque estaban inevitablemente escritos con polvo de estrellas en la inmensidad del firmamento desde que el universo existe y no porque me hubiese equivocado, sino porque el destino había decidido por mí que no había llegado mi hora. Y es que al final siempre he intentado buscar explicación a todos los acontecimientos más relevantes de mi vida dentro de esa dinámica. De hecho si uno quiere encontrar señales resulta bastante sencillo, sólo hace falta estar atento para confundir el azar, la casuística con acontecimientos que tienen un sentido predeterminado. Si un sábado noche decido salir a pasear por el barrio sin muchas expectativas y sin planes de antemano y me encuentro por casualidad cuando paso por la parada de bus que llega un autobús cuando a esas horas pasan cada media hora y decido cogerlo y salir sin haberlo planeado, si además ese día conozco a alguien que me gusta y conectamos es normal, dentro de esa dinámica, que piense que ha sido el destino, que estaba marcado que le acabase conociendo y que tiene que ser el definitivo, sin duda. Es un ejemplo de los miles de los que podría hablar, un ejemplo verídico. También es verdad que siempre he sido algo espiritual, supongo que las raíces gallegas también le marcan a uno "porque meigas haberlas hailas" como dice el refrán. De hecho fue una meiga, una echadora de cartas la que le dijo a mi madre una vez que yo, su hijo mediano, tenía un componente espiritual muy desarrollado y creo que no se equivocó pese a que cuando me lo dijo no pude menos que tomármelo a guasa. Además siento que va cada vez a más, no sé como explicarlo pero últimamente me emociono con mayor facilidad, necesito estar solo más tiempo para seguir dándole vueltas a mi cabeza y este blog donde doy rienda suelta a mi yo interior se ha convertido de pronto en mi mejor confidente y amigo. Igual es la primavera, los últimos acontecimientos de mi vida que se amontonan de golpe y por sorpresa y ante los cuales no sé cómo reaccionar o igual es que este cambio, evolución o cómo quieran llamarle ha venido para quedarse y debo acostumbrarme a ser un bicho raro, más vulnerable aún, más perdido y más hastiado de la frivolidad que nunca, esa frivolidad en la que me he regodeado en tantas ocasiones y a la que a en ocasiones aún me dejo llevar. Pero últimamente estaba falto de señales, las buscaba como siempre las busco pero sin demasiado éxito y me sentía huérfano, perdido sin ellas, y lo peor, carente de ilusión porque no veía un camino claro que seguir, ni nada que me indicase que estaba haciendo lo correcto. Y tuvo que ser un amigo al que vi hace poco y con el que no quedo con mucha frecuencia el que me dijo algo que me ha hecho reflexionar. Le conté que me costaba ilusionarme, que había conocido mucha gente últimamente pero ninguna había conseguido alcanzar ese punto en el que uno empieza a sentir que puede plantearse el principio de algo. Fue él quien me dijo que para ilusionarse uno a veces tiene que poner algo de su parte, que la ilusión no nace sola sino que como todo en esta vida hay que ir trabajándola poco a poco. Fue entonces cuando me di cuenta que había estado a la defensiva, que había puesto más pegas de las debidas, empeñado como estaba en protegerme con una especie de fortaleza inexpugnable para no tener que volver a sufrir un desengaño, porque prefería vivir la seguridad de la apatía y la tranquilidad que da la estabilidad, la monotonía y lo previsible antes que arriesgarme de nuevo. Que las señales no son más que espejismos en ocasiones y que merece la pena dejar un flanco débil en esa fortaleza en la que nos empeñamos en refugiarnos para dar la oportunidad de que nos conquisten de nuevo aunque suponga asumir de nuevo el riesgo de un amor no correspondido, la agonía de una espera y la duda de una pasión que incluso quema, se retuerce y se encoge por dentro.